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Ser madre como redención y condena: reseña de Flora and Son
La maternidad será deseada o no será, pero a veces aunque deseada puede ser a pain in the ass.

Opinión
En el momento de abrir este Garage, justo en la mesa a la que me siento para escribirles a ustedes, un enorme ramo de rosas rojas hace que me dé alergia. Ese ramo, que no alcanza a ser buchón pero se defiende en la jerarquía de los ramos, es el regalo del diez de mayo de uno de mis hermanos para mi madre.
Es una cosa curiosa para mi familia, el día de las madres. No somos muy expresivos pero a mi mamá le gusta que notemos el día aunque sea de un modo discreto. Mi hermano mayor ha pasado de la discreción a la exageración política: en cuanto a relaciones públicas, incluso dentro de la familia hay que tener un progreso. Se sabe.
Supongo, dice Perogrullo, que ser madre no es fácil. El parto es apenas la carta de presentación de un perfecto extraño al que ahora hay que ponerse de inmediato en el regazo y alimentar. Lágrimas, gritos, felicitaciones y miedo. Nacer, como dice Patti Smith, comienza como un misterio.
¿Y ahora qué con tu labubu personal, tu tamagotchi? Ponle un mameluco y cálzale unos Nike para que se note que tiene una mamá con onda. Llévalo al kínder, al karate, a la universidad. Pierde el sueño por él, por ella. Al final te va llegar el día de las madres con un ramo semibuchón y una petición: mamá, hazte un mole que te voy a caer con tus nietos.
Hay cosas peores, claro, como darse un balazo en el hígado o aventarse al vacío. El problema es que la maternidad no se cura. Te enfermas toda la vida por ese hijo que viene a darte angustias, cansancio y algunas satisfacciones de vuelta. Se ha romantizado tanto ese intercambio. Ves al molusco bailando el zapateado en el festival y todo tiene sentido. Ay, en la madre.
Según observa el Inegi, la edad de la madres mexicanas ha aumentado en el segmento de la clase media y alta. Las mujeres primero estudian, trabajan y en tercer lugar se emparejan y, si les da por ahí, tienen hijos en sus treinta y tantos. Yo, que soy una millennial sin hijos, he sido testigo de cómo mis compañeras de universidad pasaron rápido de hacer posgrados en el extranjero a tomarse la temperatura cada mes para saber cuándo están ovulando. Hasta en eso hay que ser profesional.
La maternidad debe ser deseada o no será, como grita la conseja feminista. Concuerdo, pero tampoco hay que dejarlo ahí. Incluso cuando la maternidad es deseada, hay preguntas incómodas en juego: ¿quién materna y cómo? ¿Los hombre pueden hacerlo? ¿Hay un modo correcto de criar? ¿Qué red de apoyo se tiene? ¿Conviene tener pareja para esa labor hercúlea? ¿Se puede elegir escapar de los hijos como una cuasi Nora de Casa de muñecas? ¿Se sigue siendo madre aunque se reniegue de ese papel? ¿Cómo, cómo, cómo se vive con este cansancio, este entripe, este miedo?
¿Quién ayuda a esas madres que regresan agotadas del trabajo y encima tienen que limpiar cantidades ingentes de mierda del traserito de su producto? Lo digo desde la distancia del científico: ser madre es un pain in the ass.
Lo que nos lleva a Flora and Son, película de John Carney (disponible en Apple TV). Carney tiene mano para las historias edificantes, si bien cargadas de una amargura sutil. Tomemos por ejemplo Once, su cinta debut, la historia de amor efímero entre un músico callejero y una inmigrante a quienes les une la música y Dublín. Once: canciones bonitas (ganó el Oscar a mejor canción original) y una guión flotante entre la tristeza y un rayo de sol. Si ven Once y no se conmueven, no me hablen, aléjense de mí, no tengo tiempo para esa negatividad.
Bueno, Flora and Son: la historia de Flora, una madre que quiso ser madre porque, a sus 17 años, sentía que su vida no tenía sentido. Flora pensó que parir un hijo y no abortarlo, como todo mundo le recomendó, la haría renacer, encontrar un motivo. No fue así: estuvo drogada la mayor parte de la infancia de Max, su hijo, ahora ya un adolescente. Flora y Max no se llevan, parecen más bien hermanos que no se soportan. Los insultos vuelan en ese departamento/caja de zapatos que comparten y que casi llaman hogar o algo así.
(Carney es excelente para contar las historias de la clase trabajadora irlandesa. No es Ken Loach porque ahí donde Loach es trágico, Carney pone una canción que lo explica todo. Soy Team Carney).
Flora y Max están lejos de ser el dúo luchón que tanto gusta en los melodramas. A Flora le choca trabajar y cuando lo hace—de niñera en un barrio rico de Dublín—es capaz de robar un billetito de la bolsa de su patrona. El único lugar en el que se siente viva son los clubes dance de su barrio.
Max no es mejor; es un raterillo adolescente que está a punto de ser enviado al reformatorio. Su madre hace lo que buenamente puede para mantenerlo lejos de la policía pero hay pocas esperanzas. Max pinta para ser uno más para la galera.
Y entonces llega la música. No revelaré más de la trama, sólo diré que a veces un beat de EDM puede ser el último, glorioso, recurso para salvarse.
En cierto momento de la película Flora y Max componen la canción que los define: “Tú no vives mi vida y yo no vivo la tuya”, canta la letra, “y hemos estado del lado incorrecto tanto tiempo, pero quizá esta es nuestra oportunidad de vivir la buena vida”. (Estoy traduciendo de manera deliberadamente vaga para picarles la curiosidad). En esa canción está el instante más conmovedor de esta relación imperfecta. Flora canta: “Esta es una canción de amor, pero no es una disculpa… a veces te odio porque me recuerdas a mí misma”. Ser madre también puede ser una confusión de emociones inconfesables.
A ver, creo que ser madre tiene la potencia de un acto de redención que muchas mujeres—sobre todo mujeres de mi generación, hijas de un mundo enfermo y triste con un futuro de un tono grisáceo, tan oscuro—andan buscando a través del libre uso de sus funciones corporales. Chapeau a todas ellas, las que juntan la valentía para hacer que el mundo se repueble.
Pero no soy creyente de que el instinto materno sea una función predeterminada. No creo que las que no fuimos madre estemos incompletas, vacías, secas, o que seamos egoístas. La maternidad es una aventura en la que no todas nos embarcamos sea porque nuestro cuerpo no nos lo permitió, porque no tenemos tiempo o porque sí: ¿a quién darle explicaciones? Nadie tiene el derecho de meterse en las decisiones ajenas.
Pero, aunque suene a que me traiciono, he de decir que sobre todo pienso que ser madre en este universo tan inestable, es un acto de esperanza, de salvaje amor. Y también, de manera terrible y sincrónica, es una bala en el hígado, un aventarse al vacío. Así de sutil y brutal.
rrg