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Reforma antilavado de dinero: nuevas obligaciones y mayores cargas a empresas

Opinión
La iniciativa para reformar la Ley Federal para la Prevención e Identificación de Operaciones con Recursos de Procedencia Ilícita (LFPIORPI) y su relación con el financiamiento al terrorismo, tal como ha sido presentada en el Senado, abre una discusión imprescindible sobre la eficacia del Estado mexicano en el combate a la criminalidad económica, pero también sobre la proporcionalidad y viabilidad de las medidas propuestas para alcanzar ese objetivo. En un contexto en el que las presiones internacionales, especialmente las del Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI), han aumentado, resulta comprensible que el Estado busque reforzar su marco normativo para alinearse con los estándares globales. Sin embargo, la ruta tomada por esta iniciativa no está exenta de riesgos y contradicciones.
En su exposición de motivos, la propuesta señala que tiene como objetivo consolidar un marco más robusto de prevención del lavado de dinero y del financiamiento al terrorismo, respondiendo a deficiencias señaladas por el GAFI desde 2018. Esta intención, legítima y deseable, ha derivado en una serie de modificaciones legislativas que, en términos generales, amplían el alcance de la ley, endurecen las obligaciones de los sujetos involucrados y crean nuevos mecanismos de vigilancia y sanción. No obstante, la profundidad y extensión de estos cambios también plantea interrogantes en torno a la seguridad jurídica, la equidad regulatoria y la capacidad institucional para su implementación, como lo planteó el Comité de Prevención de Lavado de Dinero y Financiamiento al Terrorismo de la World Compliance Association.
Uno de los puntos más problemáticos de la reforma es el cambio en la definición de "beneficiario controlador". La nueva propuesta quiere incluir como beneficiario a cualquier persona que reciba beneficios de una operación, ya sea de forma directa o indirecta. Además, se mezcla el concepto de beneficiario con el de cliente, que en la legislación mexicana son cosas distintas. Esta mezcla puede causar confusión legal y hacer que se exijan responsabilidades a personas que no deberían tenerlas, lo cual puede afectar la efectividad del sistema que combate operaciones con dinero ilegal.
En la misma línea, la obligación de identificar a los clientes o usuarios con quienes se realicen actividades vulnerables genera un obstáculo serio para los modelos de negocios que operan mediante medios electrónicos o remotos. En un entorno donde el comercio digital y las operaciones transfronterizas crecen exponencialmente, exigir una identificación presencial o “directa” carece de sentido práctico y desconoce las disposiciones ya vigentes en las Reglas de Carácter General que permiten la identificación por medios electrónicos. Esta modificación, de aprobarse en sus términos, introduciría incertidumbre jurídica y desventajas comerciales para muchas pequeñas empresas y actividades legítimas, particularmente en sectores innovadores como los servicios digitales o el comercio de bienes culturales con clientes internacionales.
Otro punto relevante es la obligación de realizar una evaluación de riesgos con base en un enfoque proporcional a la naturaleza y volumen de operaciones de los sujetos obligados. Se aumenta el número de sujetos obligados y los supuestos legales que dan lugar a la revisión por lavado de dinero. Aunque la propuesta establece esta obligación sin distinción, la heterogeneidad de los sujetos obligados es tal que imponer una carga regulatoria uniforme es, cuando menos, desproporcionado. Un individuo que arrienda un solo inmueble, y por ello es considerado sujeto obligado, difícilmente puede ser equiparado con una empresa que realiza cientos de operaciones financieras mensuales en múltiples jurisdicciones. Ignorar esta diversidad no solo representa una carga innecesaria para las micro y pequeñas empresas (MiPymes), sino que también podría incentivar la evasión o el incumplimiento involuntario por desconocimiento o incapacidad de implementar las medidas requeridas.
La propuesta también propone que todas las personas o empresas que hacen actividades vulnerables usen sistemas automáticos para vigilar el comportamiento de sus clientes, como lo hacen los bancos. Pero esto no tiene sentido en muchos casos, porque muchas de esas actividades se hacen solo una vez o de forma esporádica, sin relación continua con los clientes. Por eso, no se puede armar un “perfil de comportamiento” como lo haría un banco. Pedirles que compren e instalen estos sistemas no solo es muy costoso, sino que tampoco serviría de mucho para detectar delitos, ya que no se ajusta a la realidad de cómo operan.
Un problema importante de la propuesta es que se pretende tratar igual a los bancos y a las personas o empresas que realizan actividades que la ley considera “vulnerables”, sin tomar en cuenta que funcionan de formas muy distintas. Por ejemplo, se quiere obligar a todos los que sean considerados de “alto riesgo” a pagar auditorías externas, pero la ley no define claramente qué significa ser de alto riesgo.
Veámoslo con más claridad: las MiPymes ya tienen que cumplir con muchas reglas y trámites que les cuestan tiempo y dinero. De hecho, según la Comisión Nacional de Mejora Regulatoria (Conamer), el costo de estas reglas en México representa el 3.4% del PIB, lo cual es más caro que los propios impuestos. Si se aprueba esta reforma a la LFPIORPI, las nuevas obligaciones harían aún más difícil y costoso operar legalmente. Esto podría llevar a que muchos pequeños negocios prefieran trabajar en la informalidad para evitar tanto papeleo, o incluso que las autoridades se enfoquen en castigar a estos pequeños negocios por errores menores, mientras que los verdaderos criminales que lavan dinero o financian delitos sigan actuando sin ser detectados.
En términos normativos, la propuesta también incurre en omisiones que llaman la atención. Por ejemplo, se introduce el término “informe” junto con “aviso” como obligaciones de reporte, sin definir su contenido, alcance o consecuencias jurídicas. Este tipo de ambigüedades no solo dificulta el cumplimiento, sino que abre la puerta a interpretaciones discrecionales por parte de la autoridad supervisora.
Hay que recordar que la LFPIORPI se enfoca más en las operaciones con recursos de procedencia ilícita, es decir, en la prevención del lavado de dinero, que en el financiamiento al terrorismo como una conducta igualmente prioritaria a vigilar o prevenir. Estados Unidos, por ejemplo, ha impulsado sanciones contra redes financieras que apoyan a cárteles y organizaciones terroristas, incluyendo la designación del Cártel de Sinaloa como organización terrorista extranjera y el bloqueo de personas y empresas que facilitan estas actividades. Ese enfoque permite dar un tratamiento particular no solo el dinero del crimen organizado, sino también su vínculo con el terrorismo, pero acotándolo a casos específicos. Esto permite que las instituciones, como el Departamento del Tesoro de EE.UU. promuevan una estrecha coordinación internacional para el intercambio de información entre unidades de inteligencia financiera y apliquen medidas específicas contra entidades sospechosas. Además, permitiría combatir el financiamiento del terrorismo utilizando herramientas como sanciones específicas, fortalecer nuestros lazos de cooperación con nuestro principal socio comercial, y aumentar la confianza en nuestro país para acceder a espacios de colaboración internacionales en esferas tanto técnicas como diplomáticas.
Es evidente que México debe fortalecer su régimen de prevención del lavado de dinero y financiamiento al terrorismo, especialmente si desea mantener su estatus y credibilidad en el contexto internacional. Sin embargo, el cumplimiento de estándares internacionales no debe ser un pretexto para imponer una regulación excesiva y desproporcionada. Las recomendaciones del GAFI, por importantes que sean, deben ser interpretadas e implementadas con un enfoque que reconozca la diversidad de actores económicos, el contexto tecnológico y la realidad jurídica del país. De lo contrario, se corre el riesgo de que las reformas terminen por debilitar aquello que buscan fortalecer: la capacidad del Estado para detectar, prevenir y sancionar las operaciones ilícitas.
La solución no está en imponer una camisa de fuerza regulatoria igual para todos, sino en diseñar un marco flexible, basado en el riesgo, que incentive el cumplimiento voluntario y eficaz. La clave está en armonizar los estándares internacionales con una visión realista de la economía nacional y con un compromiso firme con los principios de legalidad, seguridad jurídica y eficiencia regulatoria.
*La autora es Directora de Inteligencia Más y maestra en Gobierno y Políticas Públicas en la Universidad Panamericana.