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La edad: entre el número y la huella

Rafael Lozano
Este texto está inspirado en el discurso “Fenomenología de la Fragilidad” escrito por Álvaro Pombo, y leído por Mario Crespo, al recibir el primero el Premio Cervantes 2024 (https://www.youtube.com/watch?v=Kwzqtdr12fs)
La palabra "edad" encierra múltiples significados, y todos ellos, de algún modo, duelen y entusiasman a la vez. Duelen porque cada año que añadimos a nuestra biografía es también un año que le restamos a nuestro futuro. El paso del tiempo marca pérdidas, algunas evidentes, otras invisibles: fuerza, oportunidades, ilusiones que se van cerrando.Entusiasman porque cada edad trae ganancias y resultados: saberes, vínculos, memorias que sólo son posibles a través del tiempo vivido.
Para la demografía, la edad es mucho más que una cifra: es la clave que organiza la vida humana en ciclos. Sin la edad, la demografía perdería su brújula: los nacimientos serían solo cantidades, las muertes simples recuentos, las migraciones desplazamientos sin historia. La edad permite entender las transiciones vitales: de la infancia a la adultez, de la fuerza a la fragilidad, del nacimiento al envejecimiento.
En salud pública, la edad también es indispensable. Sin ella, se diluirían las estrategias de vacunación para los recién nacidos, las acciones preventivas para los adolescentes y las intervenciones ante enfermedades crónicas en los adultos mayores. Perderíamos la capacidad de reconocer vulnerabilidades, anticipar riesgos y acompañar trayectorias de salud y enfermedad. La salud pública quedaría, como la demografía, reducida a un total indiferenciado, sin herramientas para diseñar políticas ajustadas a las personas reales.
Pero la edad no solo estructura a la demografía y a la salud pública. Es, en realidad, un sostén silencioso en otras disciplinas. En medicina, condiciona los diagnósticos y tratamientos; en derecho, define responsabilidades y derechos; en psicología, organiza los ciclos del desarrollo; en economía, regula los sistemas de pensiones y el mercado laboral. La sociología, la antropología, la educación: todas necesitan de la edad para entender trayectorias, riesgos, aprendizajes, roles. Me animo a decir que sin edad, el mundo académico como el social perdería su arquitectura.
¿Qué es la edad y cómo la mides?
La forma más común de medirla es el calendario: las vueltas al sol desde el nacimiento. Cada año que celebramos —o lamentamos— marca, en teoría, un avance homogéneo del tiempo. Pero la edad cronológica apenas captura una parte de la verdad. El cuerpo cuenta la edad de otro modo: a través del desgaste de los huesos, de los dientes, de los músculos, de la flexibilidad de las arterias o de la capacidad de respuesta del sistema inmunológico. Existe una edad biológica que puede no coincidir con el calendario: hay jóvenes viejos y viejos jóvenes. Enfermedades de larga duración, condiciones ambientales, pobreza o violencia pueden acelerar el debilitamiento interno y provocar lo que conocemos como envejecimiento prematuro.
Desde otro ángulo, la edad también es una construcción social: las sociedades asignan roles, expectativas y valor según las cifras del calendario, sin ver siempre la vida real que late detrás de esas cifras. Así, una persona puede ser etiquetada como "vieja" o "joven" más por convenciones que por realidades. Decir "ojalá llegues a vivir la edad que representas" es reconocer esta complejidad: desear al otro o a uno mismo, no solo longevidad cronológica, sino vitalidad biológica, plenitud funcional y dignidad social.
En algunas culturas, como la mexicana y la argentina, a las personas mayores de manera coloquial se les llama "gente grande" y no gente mayor como en la mayoría. También se habla de "viejos" o de "ancianos" y se evita poco el desafortunado eufemismo de “tercera edad” —términos cargados a menudo de un matiz peyorativo—. Songente grande en años, en experiencia, en memoria, en dignidad. Esta elección lingüística refleja una tradición más profunda donde la edad no solo señala un límite vital, sino también un valor social.
No es casual que en muchas civilizaciones antiguas se instituyeran consejos de ancianos, o que ciertos cargos espirituales y políticos, como el papado, se hayan reservado tradicionalmente a personas mayores de 70 años, como recuerda Juan Villoro. La experiencia era considerada fuente de sabiduría, prudencia y legitimidad. Sin embargo, este respeto hacia la edad también tiene sus riesgos: cuando la autoridad de los mayores se absolutiza y excluye a las nuevas generaciones, surge la gerontocracia, una forma de poder que puede estancar la renovación y sofocar el dinamismo social. Hoy, en pleno siglo XXI, el desafío no es elegir entre juventud o vejez, sino tender puentes: valorar la memoria que resguardan los mayores sin cerrar la puerta al impulso de renovación que traen los jóvenes. La experiencia no debe ser un muro, sino un cimiento.
Envejecer también implica fragilizarse. Uno de los fenómenos más visibles —y más invisibilizados al mismo tiempo— es el envejecimiento de la población. Nunca antes la humanidad había vivido una expansión tan prolongada de la edad avanzada. El envejecimiento en las personas trae consigo la fragilidad, pero también la posibilidad de mirar la vida con una perspectiva que sólo el tiempo otorga.
La fragilidad física que acompaña a la vejez puede recordarnos la metáfora cervantina de El licenciado Vidriera: cuerpos que se perciben —y son percibidos— como de vidrio. Frágiles, expuestos, aislados detrás de una barrera invisible que permite ver, pero no tocar; que ofrece protección, pero también soledad. El aislamiento, en este escenario, puede ser defensivo —una estrategia para preservar la dignidad— o puede ser ofensivo —una exclusión impuesta por una sociedad que prefiere no confrontar su propia vulnerabilidad (esta es mi interpretación del discurso de A. Pombo mencionado al inicio del texto).
En el fondo, la edad duele porque nos recuerda que somos finitos. Pero también entusiasma porque es, precisamente, el tiempo vivido el que da sentido a nuestra existencia. Cada edad es una forma distinta de habitar el mundo: con menos cuerpo quizás, pero con más memoria; con menos prisa, pero con más presencia. La edad nos ayuda a aceptar que el dolor y el entusiasmo no se excluyen: conviven. Es desear que cada año vivido sea no solo una suma de tiempo, sino una suma de vida.
Quizá la mejor imagen para pensar la relación entre edad, sociedad y vida sea la metáfora del bosque antiguo. La sabiduría ancestral, regularmente anónima, invita a entender que una sociedad saludable se parece a un bosque: los árboles más viejos, con sus raíces profundas y sus copas extensas, sostienen el ecosistema entero. Bajo su sombra crecen los brotes nuevos, flexibles y sedientos de luz. Los árboles jóvenes empujan hacia el cielo con una energía vital que los viejos ya no tienen, pero su vigor sería frágil sin la protección silenciosa de quienes vinieron antes. La juventud necesita de la experiencia, la vejez se beneficia de la energía.
Así también ocurre en la vida humana: una comunidad que corta sus raíces envejece prematuramente; una que no cultiva sus brotes se seca lentamente. La edad —como el bosque— no es una batalla entre viejos y jóvenes, sino un entramado vivo de continuidad, fragilidad y renovación.
"La vida se gasta como se gasta el vidrio: invisible es su desgaste, hasta que se quiebra." Frase inspirada de la novela “El licenciado Vidriera” (1613) de Miguel de Cervantes (1547-1616)
* Profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington.
Las opiniones vertidas en este artículo no representan la posición de las instituciones en donde trabaja el autor.