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Muere otra vez la república

Nadie con seriedad e inteligencia, puede llamar a la elección de este domingo, un triunfo. El único triunfo visible, es que el capricho de una persona y, de sólo una persona, se concretó a un precio mayúsculo.
A alguien como yo, que vivió y vibró en la juventud los ánimos y las luchas por la democratización de México, allá por los años 80 y 90, no le cabe en la cabeza cómo fue posible que siquiera ese número de cerca de 13 millones de mexicanos haya acudido a las urnas a convalidar un atropello, un engaño y un montaje tan burdo y con la complicidad de tantos, de no ser que fueran pagados o con convicciones mesianicas.
A alguien como yo, no le cabe en el alma, que los que deben hacer su trabajo como garantes de la transparencia, la certeza jurídica y la imparcialidad se hayan dejado amedrentar, conquistar o sencillamente conceder ante el poder, como lo han hecho el tribunal electoral y una buena parte del INE.
Me cabe aún menos, la mentira sobre la democracia y el crecimiento de la participación ciudadana derivada de esta elección.
La semana pasada Carlos Tello Diaz un historiador serio escribió en Milenio: “En México, a fines del siglo XIX, los ministros de la Suprema Corte de Justicia obtenían sus cargos por elección, según estaba previsto en los artículos 92 y 93 de la Constitución de 1857. Así también ocurría con los jueces y los magistrados que administraban la justicia en el país. Todos eran electos, por lo que todos estaban sometidos a la voluntad del presidente en turno, que controlaba los comicios por medio de las autoridades de los estados, sobre todo los jefes políticos y los gobernadores. El Poder Ejecutivo intervenía, así, en la conformación del Poder Judicial, en perjuicio de la justicia en México. Así ocurría en el país desde que estaba en vigor la Constitución de 1857, en tiempos de Benito Juárez, Sebastián Lerdo, Manuel González y Porfirio Díaz. Sin distinción”.
No fue hasta 1893, que Justo Sierra le propuso al presidente Diaz, la inamovilidad de los jueces, magistrados y ministros que el poder judicial se volvió más independiente y certero en su actuar cotidiano.
México es un país de veleidades y ciertamente de caprichos. No ha podido superar la etapa en la que el poder se ve patrimonialmente y como la expresión única de una voluntad. Con los costos y los atrasos que eso ha generado.
Ayer no se acabó México, se acabó la república y la democracia mexicana. Porque ciertamente, en un país de desigualdades centenarias, en donde las personas no se ven reflejadas en la ley, porque esas las hicieron los blanquitos, no puede defender, más que las dadivas que les da un gobierno y están con ello dispuestos a todo y a creer en cualquier figura dadivosa.
Los costos serán inconmensurables. No sólo en las disputas que se tengan con particulares, también en aquellos que se tengan entre autoridades y entre éstas y los particulares. El que tenga más fuerza política, apoyo o relaciones ganará el beneficio de la ley que entonces exista, porque ya no podemos apostar a que habrá racionalidad jurídica en el país y mientras tanto la ley irá erosionándose aún más y quedaremos enmarcados en el más absoluto desorden, tendremos que vivir amparados por la fuerza, la política cruda y por la esclavitud a personas indefendibles y oprobiosas. Nada más, pero nada menos también.